Se trata de una revolución de las mentes, que abre la puerta a cambios aún impredecibles en una transición tempestuosa.
Manuel Castells
Al llegar a la Ciudad de México vislumbré velatorios que se encendían por toda la ciudad, en un clamor silencioso de indignación que pronto se haría multitudinario y a veces violento. Era 11 de noviembre. La desaparición de 43 estudiantes de la escuela normal rural de Ayotzinapa (Guerrero) el 26 de septiembre ha hecho explotar dolor y rabia retenidos largo tiempo contra la violencia de un narcoestado local impune por la pasividad y a veces la complicidad de autoridades federales y ejército. Los normalistas fueron a Iguala para recabar apoyos en su campaña contra la penuria de las escuelas rurales. Alguien alertó a la esposa del alcalde que los estudiantes podrían perturbar el banquete que ella daba como autohomenaje. La narcoseñora, del cártel Guerreros Unidos, pidió al marido sacárselos de encima. Los policías municipales mataron a seis personas, hirieron a muchas más, capturaron a 43 normalistas y los entregaron a los narcos. Nunca más se supo de ellos. En principio era un incidente más entre tantos otros. Al menos 22.000 personas han desaparecido en México en la última década. Y 2197 normalistas han sido detenidos. Pero esta vez ha sido distinto. Hubo reacción inmediata.
Y es así como en las últimas semanas se han multiplicado manifestaciones, ocupaciones y marchas en todo el país. El 20 de noviembre tres marchas han convergido en el Zócalo, el centro histórico de la capital. Una larga marcha desde Guerrero, encabezada por los familiares de los desaparecidos. Otra impulsado por la Asamblea Interuniversitaria de la Ciudad de México, nucleada por quienes se movilizaron en 2012 en torno al movimiento social YoSoyel132# y que ahora lanzan el hashtag YoSoyel44#. Y en fin una amplia manifestación integrada por sindicatos y campesinos. Decenas de miles de personas marchan pacíficamente mientras escribo. Pero algunos cientos han bloqueado el acceso al aeropuerto internacional enfrascándose en una batalla campal con los granaderos, las unidades policiales de choque. La protesta tiene un apoyo masivo y excepcional de todos los sectores de la sociedad, incluyendo los zapatistas, habitualmente replegados en sus feudos comunitarios de Chiapas y Oaxaca, que se entrevistaron con las familias, símbolo de la movilización. Intelectuales, deportistas, artistas, líderes sociales y religiosos exigen saber la verdad y denuncian las prácticas represivas del Gobierno y su complicidad con los narcos.
La opinión publica internacional condena los hechos y reclama la atención del Gobierno. La presión incluye al papa Francisco, al Gobierno estadounidense, a parlamentos latinoamericanos, a Naciones Unidas y a la Comisión Europea. ha habido manifestaciones de solidaridad en muchas ciudades, incluidas Barcelona, Madrid, Nueva York, Buenos Aires y tantas otras (AccionGlobalPorAyotzinapa#). Y desde las calles de México se señala sin titubeos quién es responsable: “!Fue el Estado!” clama la gente y acusan las pintadas en los edificios públicos. Porque no se trata de un hecho aislado, sino de una práctica continua en donde autoridades de distintos niveles y territorios se alían con los narcos y sus sicarios, con la complicidad de policía y ejército, para paralizar de terror a un país que se desangra. Y mientras Peña Nieto se afana en desempolvar el neoliberalismo fracasado en los últimos tiempos en el continente, empezando por la privatización del petróleo, las bases políticas y sociales de todos los partidos se desintegran bajo el embate de una ciudadanía embravecida.
El sistema ya sólo se mantiene por represión descarnada, por violencia de Estado. El 78% de la población desconfía del Gobierno, del Parlamento y de la justicia y el 85% de la policía. México esta hoy en situación prerevolucionaria. Pero una revolución distinta, una revolución de las mentes, que abre la puerta a cambios aún impredecibles en una transición tempestuosa.